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7. Los sacramentos, ¿meros símbolos de Jesús?


Es también usual escuchar que los protestantes tachan a los sacramentos de meros símbolos externos, sin poder alguno para ser cauce de la gracia divina. Aducen que son útiles únicamente para recordarnos la benevolencia de Dios hacia nosotros y el sacrificio de Cristo en la cruz. Entienden la insistencia católica en ellos como un asunto de excesiva pompa; los pastores más agresivos los denuncian como una farsa a la que los sacerdotes recurren como exhibición de poder ante los fieles.

 
Martín Lutero y Juan Calvino, los principales reformadores del movimiento protestante del siglo XVI, tenían una visión radicalmente pesimista del ser humano: consideraban que todos hemos quedado totalmente corrompidos por el pecado original. Por eso, nadie es digno de mediar a Dios en el mundo. Rechazaban la idea de que el sacerdote pudiera ser mediador entre Dios y los hombres y, por ende, la capacidad de éste para dispensar sacramentos como la Eucaristía o la Confesión. Sólo aceptaban el Bautismo, pero al modo de un signo exterior de la aceptación personal de Cristo.


En contraste, la Iglesia enseña que, después del pecado original, las capacidades del hombre para obrar el bien sólo fueron atenuadas. Así fue definido en el Concilio de Trento, contra las tesis de Lutero. En consonancia, el Concilio precisó que Cristo mismo instauró los 7 sacramentos (Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Confesión, Orden Sagrado, Matrimonio y Unción de los enfermos), tal como consta en la Biblia: Bautismo (Mt 28,19); Confirmación (Jn 7, 39, Hch 2, 3-4); Eucaristía (Mt 26,26s); Confesión (Mt 16,19); Orden Sagrado (Hch 14, 23); Matrimonio (Mt 19,5-6) y Unción de los enfermos (Mc 6, 13; Sant 5, 14).

Los sacramentos, pues, son una comunicación actuante de Dios al hombre, pues realizan aquello que significan; vale decir, hacen presente de un modo efectivo los diversos aspectos salvíficos por ellos representados. La “revelación se realiza con hechos y palabras íntimamente unidos entre sí” (Concilio Vaticano II, Constitución Dei Verbum, n. 2), En efecto, Jesús valida mensaje con actos. En el Evangelio de Juan aparece esto plasmado con especial fuerza: al restituir la vista a un ciego de nacimiento, Jesús se presenta como la luz del mundo (Jn 9,1s); al devolver la vida a Lázaro, como la Resurrección y la Vida (Jn 11,1s); al multiplicar los panes para la multitud, como el Pan Vivo bajado del cielo (Jn 6,1s).

 

Siguiendo este modo de actuar divino, los sacramentos obran “ex opere operato” (“por la misma acción realizada”), independientemente de los méritos del celebrante, gracias a la salvación obrada por Cristo de una vez por todas (Cf. CIC 1128). Como dicen el Obispo Robert Barron en Catolicismo: “Los católicos experimentan la Encarnación continua de Dios en el aceite, el agua, el pan, la imposición de las manos, el vino y la sal de los sacramentos”.

Veamos dos sacramentos centrales que los protestantes rechazan, presentando los fundamentos bíblicos por los que la Iglesia Católica los proclama fundados por Jesucristo:

1) La Eucaristía


Los protestantes niegan la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No obstante, los gestos y palabras de Jesús son rotundos al respecto. Claramente, en la Última Cena las expresiones que empleó, a saber, “cuerpo” y “sangre”, no son simbólicas:


“Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: 'Tomen y coman, esto es mi Cuerpo'“ (Mt 26,26; Cf. Mc 14,22s; Lc 22,19s; 1Cor 10,24s)


Para la Iglesia Católica, estas palabras indican lo que sucede en el momento en que Jesús las pronuncia: transforman el pan en su cuerpo y el vino en su sangre. En cambio, para los no católicos estas frases sólo tienen valor metafórico o simbólico. Sin embargo, la exégesis de estos pasajes nos muestra que esta interpretación no tiene un sustento serio.


Si bien el verbo “ser” aparece explicitado en el texto griego, en arameo es tácito por sobreentenderse: “esto, mi cuerpo”. Pero “ser” no puede admitirse aquí en sentido metafórico; si éste hubiese sido el caso, Jesús lo habría aclarado a sus discípulos, tal como lo hacía en el caso de sus parábolas o alegorías (veremos en seguida el ejemplo del capítulo 6 del Evangelio de Juan).


Además, tenemos como testimonio fundamental la interpretación de los mismos apóstoles y discípulos del sentido de “ser” como identidad: San Pablo se hace eco de la tradición eucarística escribiendo a los cristianos de Corinto con un fuerte realismo:…el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor (…) si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (1Cor 11,27-29).


También tenemos el testimonio del llamado “Discurso Eucarístico” en el Evangelio de Juan, que es uno de los pasajes más claros del Nuevo Testamento, no sólo por el énfasis de Jesús en esta misma noción, sino por la reacción de sus oyentes. En efecto, ésta es una clave interpretativa fundamental:


'Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo'. Los judíos discutían entre sí, diciendo: '¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?'. Jesús les respondió: 'Les aseguro que, si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida'” (Jn 6,51-55).


Cuando Jesús pronuncia este discurso, los judíos reaccionan comprendiendo literalmente sus palabras: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. Jesús no los corrige, sino que, por el contrario, acentúa esta interpretación realista: “Les aseguro que, si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes”. Así pues, en lugar de desentrañar un supuesto sentido simbólico, como si se tratara de una parábola, Jesús deja que tomen textualmente sus palabras y se escandalicen, incluidos sus discípulos. Jesús quiere dejar sentado que su discurso debe entenderse al pie de la letra.


2) La Reconciliación o Confesión


Este sacramento no es un mero mecanismo humano para aliviar una conciencia culpable. Como enseña el Catecismo: “Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia de Dios” (CIC 1489). Gracias a esta iniciativa divina, es Jesús mismo quien, por medio del sacerdote, perdona al pecador arrepentido.


Objeciones protestantes:


a) Me confieso en privado y directamente con Él.


Es usual escuchar la objeción de que no es necesario un intermediario para reconocer las propias miserias: “Yo me confieso directamente con Dios. Él me perdona sin necesidad de recurrir a un hombre, quizás más pecador que yo”.


Es importante despejar una primera confusión habitual: mediante el sacramento de la confesión o reconciliación pedimos perdón a Dios y no al sacerdote. ¿Pero entonces porqué es necesaria la intercesión de éste?


Por un lado, al poner en palabras nuestros pecados y nuestro arrepentimiento, nos estamos librando de cualquier eventual mecanismo psicológico de auto-justificación u ocultamiento. Al confesarnos ante un sacerdote, estamos obrando con mayor sinceridad, saliendo de la esfera de nuestro ego y asumiendo ante un otro nuestra responsabilidad ante el mal cometido.


Además, el pecado no sólo rompe nuestra relación con Dios sino también con los hermanos, pues todos formamos parte de la misma comunidad humana, y la acción de una persona siempre repercute en el resto de los seres humanos (Pablo lo asume cuando habla de la Iglesia como “Cuerpo de Cristo”: 1Cor 12,12s).


En consonancia con su estilo de asumir la condición humana a la hora de darse al hombre, Dios también nos otorga su perdón teniendo en cuenta nuestra condición psicológica y comunitaria. Pero al ser el Tú Absoluto, nos rescata de todos los posibles auto-engaños en los que solemos caer. Así, Jesús instaura este sacramento mediante un sacerdote como su cauce, para que su perdón divino nos llegue de modo humano, o sea, a través de un congénere.


Ahora bien, la práctica de la confesión pública de los pecados también se encuentra sólidamente fundamentada en las Escrituras: así como los pecadores arrepentidos acudían a Juan el Bautista al río Jordán, “confesando sus pecados” (Mt 3,6), también los conversos se acercaban a los Apóstoles en Éfeso “...a confesar abiertamente sus prácticas” (Hch 19,18). Santiago exhorta en su Carta: “Confiesen mutuamente sus pecados y oren los unos por los otros, para ser curados” (Sant 5,16).


b) El único que perdona los pecados es Dios.


Esta objeción confunde a quien concede el perdón (Dios) con el medio por el cual Dios lo otorga (el sacerdote).

En los Evangelios queda patente que Jesús otorga a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de mediar este perdón, o sea, les concede la autoridad de absolver los pecados en su nombre. Ya vimos cómo a Pedro, Jesús le garantiza: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,19). Y luego extiende esta potestad a todos los Apóstoles: “Yo les aseguro: todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 18,18). El Evangelio de Juan también relata el don de este poder de perdonar en su nombre al conjunto de los Apóstoles reunidos: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengan, les serán retenidos” (Jn 20,21s). En estos pasaje aparecen nítidamente cómo Jesús quiso que sus discípulos mediaran su perdón.

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