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Raíces de la fe en la divinidad de Jesús: La radicalidad de su persona

1) Introducción

Numerosas personas que creen en Dios cuestionan la relevancia de la fe en Jesús. Son comunes preguntas como “¿No son acaso todas las religiones en el fondo lo mismo?”; “¿No consisten éstas simplemente en respetar al prójimo y hacer el bien?”; “¿Cuál es la diferencia entre Jesús y el resto de los fundadores de otros credos?”.

De un modo inédito y provocador, Jesucristo reclama para sí una radicalidad que ningún otro profeta o líder religioso osó jamás reivindicar: él no dice ser sólo el “portavoz” de un mensaje divino, sino que se manifiesta parte inseparable del mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí” (Jn 14,6). Se trata de un mensaje “políticamente incorrecto” para esas sensibilidades contemporáneas a las que ya nos habíamos referido al tratar el relativismo y el inmanentismo imperantes. En consonancia con estas corrientes, puede ironizarse una traducción de este molesto pasaje que excluya toda pretensión de exclusividad y sobrenaturalidad: “Yo soy uno de los tantos caminos posibles. Yo soy la verdad, pero sólo para los cristianos. Yo soy la vida, aquella que brota de las entrañas de la Madre Tierra”.

Hemos señalado la legión de adherentes a las teorías conspirativas “estilo Dan Brown” que pululan en la Red e, incluso, algunos exégetas del “Seminario de Jesús” consideran que la reivindicación de la condición divina de Cristo habría sido una invención tardía de la Iglesia constantiniana (principios del siglo IV); aseguran que en el NT Jesús nunca había pretendido para sí esta condición divina.

Según Dan Brown, fue la Iglesia imperial la responsable de tal “divinización”: Constantino habría manipulado el NT, eliminado los evangelios que hicieran referencia a la humanidad de Jesús (cuestión que, como hemos determinado, es totalmente falaz) y ordenó reescribir un nuevo NT que mostrara a Jesús como Dios. En pocas palabras, sustituyó el Jesús humano de los Evangelios originales por un falso Cristo divinizado.

Para contestar estas objeciones nos apoyaremos a menudo (junto con otras obras que citaremos oportunamente) en la ya mencionada “Reinventing Jesus”[1].

Apuntamos en la anterior sección que el Canon estaba ya fijado a principios del siglo IV. Pero, además, es inconcebible que los cristianos que hasta hacía poco tiempo habían sido perseguidos, muchos de cuyos compañeros habían ofrendado su vida por el Evangelio, fuesen a permitir que Constantino manipulara este mensaje. Además, ¿cómo sabe Brown que todos los escritos anteriores sobre la vida de Jesús fueron destruidos? Y, en todo caso, ¿cómo perpetraría el Emperador tal destrucción, con los limitados medios de comunicación y transporte del siglo IV, máxime teniendo en cuenta los miles de copias ya distribuidos por todas las comunidades? En realidad, los únicos escritos que Constantino prohibió fueron los textos teológicos de Arrio, luego de la condena del Concilio de Nicea.

2) Las profecías sobre el Mesías

Cientos de años antes de que Jesús naciera, los profetas predijeron la venida del Mesías, o Ungido, que habría de redimir al pueblo de Dios. De hecho, docenas de estas profecías del Antiguo Testamento delinearon un perfil profético en el que sólo podía encajar el verdadero Mesías. Esto daba a Israel un criterio para descartar a los impostores y validar las credenciales del auténtico Mesías.

El Dr. Michael Brown[2], en su entrevista con Lee Strobel, presenta sucintamente las razones por las que Jesús cumple cabalmente las expectativas mesiánicas[3]:

A la tribu de Judá y a David (que pertenecía a ella) se les dieron promesas específicas. En Génesis 49,10 dice: “el cetro no se apartará de Judá” y en Isaías 11,1 “Del tronco de Isaí brotará un retoño; un vástago nacerá de sus raíces”. El término “vástago” se utiliza comúnmente para aludir al Mesías. Isaías 42 dice que “no desmayará hasta que traiga justicia a la Tierra” e Isaías 49 asevera que el siervo tiene la misión de reunir a las tribus de Israel para presentárselas de nuevo a Dios. El siervo tiene la sensación de haber fracasado en su misión, pero Dios le anuncia que no sólo reunirá a Israel, sino que añade en Isaías 49,6: “Yo te pongo ahora como luz para las naciones, a fin de que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra”.

En este punto, Brown cita el más famoso de los pasajes mesiánicos, a saber, Isaías de 52,13 a 53,12: “Estos versículos dicen que el Mesías será sobremanera exaltado pero que primero sufrirá terriblemente. Un sufrimiento que, de hecho, lo desfigurará”. El pueblo de Israel no entendió que “no sufría por sus propios pecados, sino que estaba cargando con sus pecados, sufriendo en lugar de ellos, y que sus heridas les traerían sanidad”.

Posteriormente, prosigue Brown, las profecías se concretarán aún más. Dios le da una revelación al profeta Daniel (Dan 9) acerca de la reconstrucción del templo. Antes de que este nuevo templo fuese también destruido, Dios le promete a Daniel la consumación de una eterna expiación, esto es, la solución definitiva del pecado. Este nuevo templo es muy diferente del primero: el imponente templo de Salomón, en donde residía la Gloria de Dios. Pero Ageo anunció que la gloria del segundo templo sería mayor que la del primero, puesto que Dios lo llenaría con su presencia. Tiempo después, Malaquías profetizó que el Señor vendría a su templo, purificando a una parte de su pueblo y trayendo juicio sobre el resto.

“¿Acaso hubo alguna otra visitación divinaademás de la del mismo Jesús?, se pregunta Brown. “¿Cuándo, pues, visitó Dios el segundo templo de un modo personal? ¿Quién hizo la expiación por el pecado? ¿De qué otro modo la gloria del segundo templo resultó mayor que la del primero? O bien el Mesías vino hace dos mil años, o los profetas se equivocaron y hemos de rechazar la Biblia”.

Además, el Mesías sería también un personaje sacerdotal. En el Pentateuco encontraremos varios cientos de alusiones a los sacrificios y ofrendas de animales. El pecado requería una sentencia de muerte, y estas ofrendas manifestaban que Dios estaba dispuesto a aceptar un sacrificio sustitutorio a favor de la persona culpable (Cf. Heb 9,22). El Salmo 110, 4 anuncia “Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”: el rey de Jerusalén sería sacerdote para siempre según el orden del antiguo rey-sacerdote de esa ciudad. En Zacarías 3 encontramos al sumo sacerdote Jeshua (una forma corta del nombre Joshua, en castellano Jesús), que es signo y símbolo del “vástago”. En Jeremías 23 y en otros pasajes se nos dice que este vástago es el Mesías. En Zacarías 6, 11-13, Jeshua aparece sentado en un trono, y se pone una corona sobre su cabeza, como rey y sacerdote a la vez. Según Números 35, la muerte del sumo sacerdote podía servir de expiación por ciertos pecados para los que no había ninguna otra expiación terrenal.

El Mesías tendrá un carácter tanto sacerdotal como real: por un lado, tratará con el pecado, y por otro gobernará y reinará. Antes de ser elevado y exaltado, sufrirá; vendrá montado en un asno, manso y humilde, y también en nubes de Gloria. Sufrirá terriblemente por nuestros pecados por su sacrificio vicario. La redención y la visitación de Dios se produciría así antes de que el Segundo Templo fuera destruido en el año 70 dC.

¿Qué sacrificio es lo suficientemente grande como para cubrir la culpa del mundo entero?” se pregunta Brown. Sólo el Hijo de Dios que ha tomado el pecado y la culpa del mundo entero sobre sus hombros. El derramamiento de sangre es el pago debido a nuestro pecado, sin embargo, en lugar de tener que verter la nuestra, Jesús derramó su propia sangre por nosotros tomando nuestro lugar. Como sabemos, en Juan 1,29, a Jesús se le llama “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

De este modo, concluye Brown, “no hay que ser ninguna lumbrera para decir que (…) Yeshua es el último gran profeta que habla a Israel, y trae esta palabra profética: el templo va a ser destruido, pero el cumplimiento de lo que está escrito en las Escrituras lo señala a él”.

A continuación, Brown refuta una a una las objeciones que desde el Antiguo Testamento suelen interponerse al mesianismo de Jesús[4]. Citemos sólo la que, acaso, sea la más fuerte[5]:

Isaías ha formulado la célebre profecía del Emanuel: “Por eso el Señor mismo les dará un signo. Miren, la joven está embarazada y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emanuel” (Is 7,14)[6]. Algunos críticos señalan que el término que Isaías utilizó para describir a la madre (“almah”), no significa “virgen” tal como lo aplica Mateo en su Evangelio (Mt 1,22-23), y que, si hubiera querido aludir la idea de virginidad, habría utilizado la expresión “betulah”.

Ahora bien, el término “almah” subraya el rasgo de juventud de la mujer embarazada. Se trata de una muchacha joven, una almah, incapaz de dar a luz; por eso, refiere a la naturaleza inaudita del nacimiento, quizá hasta sobrenatural. Por otra parte, es significativo el hecho de que la Septuaginta, la traducción griega de las escrituras judías, tradujera el término “almah” como “parthenos”, que es la principal palabra griega para “virgen”, doscientos años antes de que Jesús naciera. Por otro lado, el término “betulah” significaba con frecuencia una mujer joven o doncella. De hecho, este término aparece en el AT con este sentido[7].

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Veamos una extensa lista que reúne todos estos anuncios proféticos y cómo Jesús es el único personaje de la historia de la Salvación que cumple cabalmente con ellos[8]:

(1). Personajes

1) Adán (Lc 3,38; Rom 5,12s; 1Cor 15,22; Jn 10,10): Nuevo Adán que nos da vida eterna. 2) Melquisedec (Heb 5,6s; 6,20; etc.): Eterno Sacerdote, Mediador entre Dios y los hombres, en pan y vino. 3) Abraham (Mt 1,1; Lc 1,55; Jn 8,56; Hch 3,25; Rom 4; Gal 3, 6s): su descendiente que bendice al pueblo. 4) Isaac (Rom 9,1s; Gal 4,28; Heb 11,17s; Gal 4,21s): Primogénito que nos salvó con su muerte vicaria. 5) José, hijo de Jacob (Gen 37,12s; Hch 7,9s): entregado por sus hermanos para salvación del pueblo. 6) Moisés (Mt 17,3; Lc 24,27; Jn 1,17; 3,14...; Hch 3,22; 13,38...; 2Cor 3,15s): Liberador del pecado. 7) Josué (Jos 1-7): es Yeshuá, “Dios salva”. 8) David (2Sam 7; Mt 12,3s; Mc 10,47; Lc 132; 2,11; Hch 2,29s): Hijo de David anunciado. 9) Salomón (1Re 3-10; Lc 11,31; Mt 12,42; Hch 7,47): Nuevo Templo, Rey y Mesías, rico en sabiduría. 10) Jonás (Jon 3,2; Mt 12,39s; Lc 11,29s): estuvo tres días en el vientre de la tierra y resucitó.

(2). Imágenes

1) El arca de Noé (Gen 6,5s; Is 54,9s; 2Pe 2,5): nuevo Noé que trae la salvación por el Arca de la Cruz. 2) El Éxodo (Ex 12,31s): Trajo una liberación mayor que la del 1er Éxodo: liberación del pecado y muerte. 3) El Cordero Pascual (Ex 12,3-13): Cordero de Dios que se da como alimento; sus huesos no fueron rotos. 4) El Mar Rojo (Ex 14,15s): Nuevo nacimiento por el bautismo del agua para una liberación completa. 5) El maná (Jn 6,33): Verdadero Pan del Cielo, alimento para la Vida Eterna. 6) La serpiente de bronce (Num 21,4s; Jn 3,14s): Alzado en el mástil de la Cruz para salvar a quien lo mira.

(3). Profetas

1) El Protoevangelio (Gen 3,15): Descendiente de la mujer que aplastó a la serpiente, signo de Satanás. 2) Moisés (Deut 18,18s): Profeta anunciado por Moisés, sus palabras son la Verdad. 3) Natán (2Sam 7,12s): Hijo de David que reafirmará su realeza. 4) Miqueas (Miq 5,1s; Mt 2,1s): Buen Pastor anunciado que llama por su nombre a sus ovejas. 5) Daniel (Dan 7,13s) Hijo del Hombre que comparte un reino que nunca tendrá fin. 6) Zacarías (Zac 9,9; Mt 21,5; Jn 12,13s): Entró montado en un asno a Jerusalén como Rey. 7) Joel (Jl 3,1s; Hch 2,17s): El día de su bautismo, el cielo se abrió y el Espíritu se derramó sobre él. 8) Ezequiel (Ez 36, 22-32): Su Espíritu cambia nuestro corazón de piedra por uno de carne. 9) Jeremías (Jer 31,31s): Sella una Nueva Alianza con su pueblo, y escribe su Ley en nuestros corazones. 10) David (Sal 118,22s; Mt 21,42; Sal 16,10; Hch 13,35; Sal 110,1) Piedra Angular rechazada por los arquitectos. 11) Isaías (Is 7,14; Mt 1,23; Is 8,23; 9,1s; 11,1a; 52,13s; Jn 8,12; Mt 4,12s; Rom 15,12; Lc 4,18s): es el Emanuel (“Dios con nosotros”), nacido de la Virgen; lleno del Espíritu Santo; es el Ungido, que anuncia la Buena Noticia, sana los enfermos, libera a los cautivos; es quien carga nuestras dolencias como el Siervo Sufriente; por sus llagas fuimos curados y salvados.

Veamos más detenidamente algunos de estos pasajes:

Ya en el Génesis se le brindaba a la tribu de Judá una promesa concreta: “El cetro no se apartará de Judá ni el bastón de mando de entre sus piernas, hasta que llegue aquél a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia” (Gen 49,10).

Usualmente, se empleaban los términos “retoño” y “germen” para aludir al Mesías. Así, Jeremías, un profeta del Reino de Judá en el siglo VII aC, profetizaba: “…suscitaré para David un germen justo; él reinará como rey y será prudente, practicará la justicia y el derecho en el país” (Jer 23,5). Y, antes que él, Isaías, un profeta del siglo VIII aC que también vivió en el Reino de Judá, auguraba: “saldrá una rama del tronco de Jesé y un retoño brotará de sus raíces” (Is 11,1).

El llamado “2º Isaías” (un profeta que vivió dos siglos después del Isaías original, durante el exilio en Babilonia del siglo VI aC, y cuyo mensaje se extiende del capítulo 40 al 54), redactó los famosos cuatro “Cánticos del Siervo Sufriente de Yahvé” (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12), que describen proféticamente la pasión de Jesús. Estos versículos narran con sorprendente fidelidad cómo el Mesías sufrirá terriblemente por nuestros pecados, cómo esta agonía será causa de nuestra redención y cómo finalmente será exaltado por Dios. He aquí un extracto de estos pasajes:

(Mi servidor) no desfallecerá ni se desalentará hasta implantar el derecho en la tierra” (42,4). Más adelante, Yahvé reafirma este compromiso: “Es demasiado poco que seas mi Servidor para restaurar a las tribus de Jacob (…) yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra” (49,6).

Hablando en primera persona, el Siervo exclama: “Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían” (50,6-7).

 

El más famoso de los pasajes mesiánicos es el último: “…Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados. (…) Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente, y ¿quién se preocupó de su suerte? Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes y golpeado por las rebeldías de mi pueblo (…) Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos...” (53, 3-5; 7-8, 11).

En el documental "El capítulo prohibido en la Biblia Hebrea"[9],

se entrevista a varios judíos practicantes,

que quedan perplejos ante las profecías mesiánicas

del Siervo Sufriente de Yahvé del libro de Isaías

Desarrollemos ahora más pormenorizadamente las principales declaraciones de Jesús acerca de sí mismo:

3) Afirmaciones de Jesús acerca de sí mismo[10]

a) La predicación del Reino de Dios

El centro de la predicación de Jesucristo fue la venida del Reino de Dios. Pero él no se manifestó como un simple heraldo de éste. Por el contrario, él declaró ser parte inseparable del mensaje: “Nadie va al Padre si no es por mí” (Jn 14,16). Al obrar milagros, su mismo poder liberador manifestó la llegada del Reino (Lc 11,20). Así, Jesús y Reino están indisolublemente unidos, al punto que aseguró que muchos verían al Hijo del hombre “venir en su Reino” (Mt 16,28), de modo que cuando este Reino se instaurara definitivamente, él mismo se sentaría “en su trono de gloría” como Rey de Israel (Mt 19,28).

b) La autoridad de Jesús

(1). Su enseñanza

Los rabinos solían citar a otros maestros reconocidos, para basar en ellos su propia enseñanza. Pero Jesús hizo exactamente lo opuesto: “Han oído que se les dijo...” comenzaba, y citaba la Ley de Moisés, para luego rematar “...pero yo les digo...” y predicaba entonces su mensaje, fundándolo en su propia autoridad. Por esta potestad, se puso por encima de las prescripciones que la Ley mandaba, como ciertas prácticas rituales o el respeto ritual al Sábado.

Respecto del contenido de estas enseñanzas, nunca podrá enfatizarse suficientemente su radicalidad. La colección de dichos agrupados en su célebre “Sermón del Monte” (Mt 5,1-7,29) o parábolas como “el Hijo Pródigo” (Lc 15,11-32), “el Buen Samaritano” (Lc 10,25-37), “los trabajadores de la Viña” (Mt 20,1-16) o “la Oveja Perdida” (Lc 15,1-7), son obras maestras de una inédita profundidad, que muestran a un Dios de una misericordia desconcertante y desproporcionada, que escapa a los mezquinos cálculos humanos. Son joyas de sabiduría que han transformado las existencias de miles de millones de personas a lo largo de la historia.

(2). Sus exorcismos y milagros

Jesús ejerció el poder de expulsar demonios, con lo que manifestó una autoridad divina: “si por el dedo de Dios echo a los demonios, entonces el Reino de Dios ha venido a vosotros” (Lc 11,20). Así, mediante estos exorcismos, reivindicó un señorío divino que liberaba a los seres humanos de las fuerzas del mal.

Jesús también realizó numerosos milagros; los Evangelios abundan en estos relatos. En su respuesta a los discípulos de Juan el Bautista, admitió explícitamente esta potestad: “...Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres” (Mt 11,4-6). Estos milagros, al igual que sus exorcismos, entrañaban profundas señales de la presencia actuante y liberadora del Reino del Padre.

(3). Su “pretensión” de perdonar pecados

En parábolas como “el hijo pródigo” o “la oveja perdida”, Jesús describió la conversión de pecadores que se habían apartado de Dios. De un modo consecuente, Jesús concedió en su propio ministerio tal absolución a estas personas; de un modo escandaloso, invocó también aquí la autoridad de Dios, único con el poder para perdonar pecados[11].

(4). El papel de Jesús como Juez

Jesús aseguró que el modo en que los hombres le respondieran sería el factor determinante de cómo Dios los juzgaría en su Venida en Gloria: “el que me niegue delante de otros será negado delante de los ángeles de Dios” (Lc 12,8-9). E hizo extensiva esta clave en la sentencia en el Juicio Final a la identificación de su persona con el enfermo, el desnudo, el preso y el hambriento (Mt 25,31s).

c) Afirmaciones explícitas de Jesús acerca de sí mismo[12]

Los títulos Mesías, Hijo de Dios e Hijo del hombre captan y recapitulan fielmente lo que Jesús manifestó de un modo implícito en su enseñanza y comportamiento. Éstos son los títulos que Jesús empleó para referirse a sí mismo en los Evangelios, y que nos dan una idea cabal de que él reivindicaba su propia radicalidad.

(1). Mesías

Vimos ya las profecías véterotestamentarias sobre el Mesías. En el NT constatamos cómo Jesús se pensó a sí mismo como el Mesías:

 

(a) En la confesión de fe de Pedro “Tú eres el Mesías, el hijo del Dios vivo”, Jesús repuso: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16,17);

(b) Juan el Bautista le preguntó a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” (Mt 11,2s y paralelos). Su respuesta confirma su mesianismo, combinando las profecías en el libro de Isaías (Is 35,5; 61,1-2).

(c) Al preguntarle el Sumo Sacerdote a Jesús: “¿Eres tú el Mesías...?” (Mc 14,61), éste evidenció que su proceso fue, efectivamente, por causa de sus pretensiones mesiánicas. La respuesta de Cristo no dejó lugar a dudas: “Así es, lo soy: y ustedes verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir entre las nubes del cielo” (Mc 14,62).

Pero Jesús también actuó como el Mesías. Así lo manifestó en su entrada triunfal en Jerusalén montado en un asno (Lc 19,28s), según la profecía mesiánica de Zacarías (Zac 9,9), o al asumir su Pasión según la figura del Siervo Sufriente de Isaías (Mc 8,31). Fue en la Última Cena dónde, uniendo gesto y palabra, anunció del modo más rotundo su inminente sacrificio expiatorio: “…ésta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados” (Mt 26,28; Cf. Mc 14 24; Lc 22,20).

Resulta significativo que, unos 40 años después de que Jesús fuera crucificado, el Templo de Jerusalén fuera destruido por el ejército romano (70 dC) y no ya fuera jamás reconstruido. De este modo, quedaba de manifiesto que Dios ya no aceptaría los sacrificios y ofrendas del pueblo judío, pues la expiación última había sido ya consumada por Jesús, tal como él mismo había profetizado[13].

Los primeros cristianos relacionaron tan estrechamente el título de Mesías con la persona de Jesús que llegó a ser su nombre propio: “Jesucristo”[14]. Puesto que su crucifixión fue el resultado directo de su pretensión mesiánica, su resurrección llevó a sus seguidores a verlo como el Mesías Resucitado.

(2). Hijo de Dios

En los evangelios sinópticos se narran dos episodios teofánicos por excelencia, pues son manifestaciones de la Trinidad: el bautismo de Jesús en el Jordán (Mt 3,16-17 y paralelos) y su transfiguración (Mt 17,5 y par.). En ambos acontecimientos, el Padre mismo confirma a Jesús como su Hijo único y amado, a diferencia de la filiación adoptiva por parte de Yahvé del pueblo de Israel. Juan también presenta a Cristo como el “Hijo único de Dios” (Jn 3,16), denotando una cercanía total y exclusiva respecto del Padre.

La parábola de “los arrendatarios de la viña” (Mc 12,1-9) tiene forma de alegoría: el viñedo simboliza a Israel (Is 5,1-7), el dueño es Dios, los inquilinos, los líderes religiosos judíos, y los siervos, los profetas enviados por Dios. Los inquilinos golpean y matan a los sirvientes que el dueño va enviando. Por último, el Señor decide enviar a su único hijo, creyendo que lo respetarán (aunque también él es asesinado por estos arrendatarios). Al narrar esta parábola, Jesús revela que pensó en sí mismo como Hijo único de Dios, heredero de Israel.

Además, Jesús afirma explícitamente de sí mismo ser el Hijo de Dios: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre...” (Mt 11,27), reivindicando una relación filial única. En el siguiente dicho, aun atribuyéndose a sí mismo ignorancia, también se designa a sí mismo como Hijo único del Padre: “Pero en ese día u hora nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32).

Marcos, cerca de la conclusión de su Evangelio, destaca singularmente este título. Luego de que el Padre llamara Hijo a Jesús en el Jordán (Mc 1,11) y confirmara el título a los apóstoles (Mc 9,7), será finalmente un centurión romano quien exclamará al pie de la cruz que Jesús era “verdaderamente el Hijo de Dios” (Mc 15,39), en una confesión solemne de su divinidad de labios de un pagano.

(3). Hijo del hombre

Ésta fue la forma favorita que usó Jesús para referirse a sí mismo: es el título que se encuentra más frecuentemente en los Evangelios (cerca de 80 veces y en varias fuentes independientes). Con esta autodenominación, él manifestaba su conciencia de ser el Mesías escatológico del Padre enviado al mundo para juzgar y reinar: “Les aseguro que, en la regeneración del mundo, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, ustedes, que me han seguido, también se sentarán en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28; Cf. Mt 16,28; Mc 8,38; Jn 5,26-27).

Así pues, esta reiterada referencia de Jesús a sí mismo como “Hijo del Hombre” no era simplemente una afirmación de su humanidad, sino una referencia a un pasaje del profeta Daniel, donde se alude a una figura divino-humana: en una visión (Dan 7,13-14), este profeta avizora “como un Hijo de hombre” que viene sobre las nubes del cielo; Dios mismo le da el dominio sobre su Reino y una Gloria que pertenecen sólo al Señor. En la época de Jesús, pues, era familiar esta noción del Hijo del Hombre como personaje trascendente.

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Estos tres títulos (Mesías, Hijo de Dios e Hijo del Hombre) se combinan significativamente en el diálogo de Jesús con el Sumo Sacerdote durante su juicio: “El Sumo Sacerdote lo interrogó nuevamente: “¿Eres el Mesías, el Hijo de Dios bendito?” Jesús respondió: “Así es, lo soy: y ustedes verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir entre las nubes del cielo” (Mc 14,61-62). El hecho de que el Sumo Sacerdote rasgara sus vestiduras (v. 63), al juzgar que Jesús había incurrido en una blasfemia que debía ser castigada con la muerte, muestra precisamente que él había declarado su condición divina.

Conclusión acerca de las afirmaciones de Jesús sobre sí mismo

Jesús tenía conciencia de su radicalidad. En los Evangelios, él se reveló como el Mesías prometido; el único Hijo de Dios; el Hijo del Hombre a quién se le otorgaría todo dominio sobre el mundo; aquél que actuó y habló con autoridad divina; realizador de milagros y aquél de quien dependía el destino eterno de las personas.

C. S. Lewis describe acertadamente cuán tajante y extremo fue Jesús acerca de lo que afirmó de sí mismo: entre judíos estrictamente monoteístas “aparece de pronto un hombre que va por ahí hablando como si Él fuera Dios. Sostiene que Él perdona los pecados. Dice que Él siempre ha existido. Dice que vendrá a juzgar al mundo al final de los tiempos. Dios, en el lenguaje de los judíos, significaba el Ser aparte del mundo que Él había creado y que era infinitamente diferente de todo lo demás. Y cuando hayáis caído en la cuenta de ello veréis que lo que ese hombre decía era, sencillamente, lo más impresionante que jamás haya sido pronunciado por ningún ser humano”[15].

Por esto, prosigue Lewis, resulta necio calificarlo como un mero “maestro de moral”: “un hombre que fue meramente un hombre y que dijo las cosas que dijo Jesús no sería un gran maestro moral. (…) Tenéis que escoger. O ese hombre era, y es, el Hijo de Dios, o era un loco o algo mucho peor. Podéis hacerle callar por necio, podéis escupirle y matarle como si fuese un demonio, o podéis caer a sus pies y llamarlo Dios y Señor”[16].

El erudito del Nuevo Testamento Ben Witherington, autor de “La Cristología de Jesús”, demostró que Cristo tenía una concepción trascendente de sí mismo. Basándose en las pruebas, Witherington afirmó que Jesús se veía a sí mismo como Hijo de Dios, Hijo del Hombre y el Mesías definitivo. Como vimos ya, la reiterada referencia de Jesús a sí mismo como el Hijo del Hombre era una cita de Daniel 7, 13-14, donde al Hijo del Hombre se le ve como a alguien poseedor de autoridad universal y dominio eterno, y receptor de la adoración de todas las naciones; de este modo, al manifestarse como Hijo del Hombre, revelaba de hecho su divinidad.

Al revisar sus afirmaciones sobre sí mismo, también comprobamos que los Evangelios sinópticos, escritos entre los años 60 y 80, abundan en alusiones a su divinidad: él aparece asumiendo prerrogativas que sólo le corresponden a Dios, como reformular la Ley que Yahvé dio a Moisés en el Sinaí (Mt 5,21), relativizar la sagrada institución del Sábado (Mc 2,27) o perdonar a pecadores (Lc 8,48).

El evangelio de Juan, redactado hacia fines del siglo I, comienza con un himno donde se proclama que, desde el principio la Palabra es Dios (Jn 1,1s). Cristo mismo declara sin ambages: “el Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10,30). Este Evangelista enfatiza reiteradamente la condición divina de Jesús en la reacción del centurión en el huerto de los Olivos, que cae rostro en tierra cuando Jesús responde “Yo Soy” (o sea, “Yahvé”) (Jn 18,5-6); en el testimonio de María Magdalena cuando declara haber visto al “Señor” (κύριος) (Jn 20,18) o en la confesión de fe del Apóstol Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28).

En su estudio minucioso “Lord Jesús Christ: Devotion to Jesús in Earliest Christianity”, Larry Hurtado[17] demostró que la exaltación de Jesús no fue un desarrollo posterior; por el contrario, en un período sumamente temprano, ya aparece entre los discípulos la exaltación y la preeminencia de la figura de Jesús, como así también títulos como “Hijo”, “Mesías”, “Palabra” e “Imagen” de Dios. Ahora bien, se pregunta Hurtado, ¿de dónde habrían sacado los monoteístas judíos de la iglesia primitiva la idea de la divinidad de Jesús tras su muerte, si él mismo no la hubiera planteado durante su ministerio y respaldado con su resurrección? En suma, no existe una “divinización tardía” de Jesús.

Veamos para cerrar este inciso una ilustrativa panorámica de argumentos en favor de la certidumbre de la divinidad de Cristo, presentados desde una rigurosa lógica[18]. Es un método detectivesco muy eficaz, al que recurriremos más adelante al examinar las explicaciones alternativas a la verdad de la resurrección de Jesús:

Todos los que leen los Evangelios están de acuerdo en que Jesús fue un hombre bueno y un profundo maestro moral. Él es, en definitiva, eminentemente confiable. Pero si es confiable, entonces deberíamos confiar en él, incluyendo cuando nos manifiesta su propia identidad. Caso contrario, no podemos afirmar que fue sabio y digno de confianza. Si Jesús afirmó ser Dios, y Jesús es creíble, por lo tanto, Jesús es Dios.

La conclusión se desprende de las premisas. ¿Puede negarse alguna de ellas?

 

El llamado “trilema” es tan antiguo como los primeros apologistas cristianos: “¿Señor, mentiroso o loco?”. Veamos ahora con detalle las alternativas al reconocimiento de su divinidad, completando otro término que completa la disyuntiva: Señor, mentiroso, loco… o invención de los discípulos.

¿Mentiroso? Una persona lúcida que dice ser Dios y no lo es, no es un buen hombre sino un mentiroso. Decir que era un malvado ofende a los cristianos, y decir que fue Dios ofende a los no cristianos. Pero negar ambas premisas ofende a la lógica. Afirmar que se trataba de alguien que mentía respecto de quien era, es considerarlo el engañador más astuto y artero que el mundo hubiese conocido. Además, esto contradiría su mismo carácter… En todos los sentidos Jesús se manifestó en los Evangelios como moralmente impecable. Además, él murió por su “mentira”. ¿Qué motivaría a un mentiroso egoísta y malvado a hacer eso?

¿Loco? Si Jesús creyó su propia pretensión de ser Dios era un lunático. A menos que, por supuesto, él fuera Dios. Pero ¿por qué no podía ser un loco? Por la misma razón que el caso anterior: por su carácter. Todos admiten como rasgos de la idiosincrasia de Jesús su sabiduría y bondad. Hay locos en los asilos que creen sinceramente que son Dios: se trata del “complejo de la divinidad”, una forma reconocida de psicopatología. Sus rasgos de carácter son bien conocidos: el egoísmo, el narcisismo, la inflexibilidad, la previsibilidad, la incapacidad de comprender y relacionarse amorosa y creativamente con los demás. Pero éste es el polo opuesto de la personalidad de Jesús. Más que cualquier otro hombre en la historia, Jesús tenía estas tres virtudes esenciales: sabiduría, amor y creatividad.

¿Invención de los discípulos? Supongamos que no fue el mismo Jesús sino sus discípulos quienes fueron mentirosos o locos. Puede aplicarse los mismos argumentos a ellos que para el caso de Jesús:

¿Locos? Tampoco era consonantes con sus diversos caracteres los rasgos de locura de seguidores fanáticos: el Evangelio, luego de la crucifixión de su maestro, los muestra perplejos, dubitativos, temerosos. Además, si, en virtud de su supuesta locura, inventaron al Jesús de los Evangelios, inventaron el personaje de ficción más convincente de la historia. Ningún lunático podría haber inventado un solo capítulo de los evangelios, y mucho menos todo. La locura tampoco podría haber cambiado tantas vidas para mejor durante tantos siglos.

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4) La temprana proclamación de la divinidad de Cristo

en los autores del NT y los Padres

Supongamos que, a pesar de todo, la teoría de Brown fuese acertada (al menos en parte), y que algunos Evangelios anteriores al siglo IV hubiesen logrado "salvarse de la incineración". Si se descubriera que éstos enseñaron la divinidad de Jesús, refutarían de inmediato la tesis de la “divinización imperial”. Pues bien, tal evento ocurrió.

No nos referimos a la inverosímil quema generalizada de evangelios, sino al hallazgo arqueológico de porciones del NT previos a la época de Constantino: se trata de unos 48 manuscritos anteriores al siglo IV. Son fragmentarios (cubren el 50% del NT), pero incluyen la mayoría de las cartas de Pablo y casi la totalidad de dos de los Evangelios. Lo importante es que muchos de estos textos hablan explícitamente de la divinidad de Cristo, además de docenas de otros pasajes que la afirman implícitamente.

 

Hay quienes, sin adherir a estas endebles tesis, dudan que el NT haya transmitido en verdad la imagen de un Cristo con características divinas. La exégesis y la historia refieren cuán temprana ha sido la confesión de esta divinidad, al punto de arraigarse en el mismo actuar y predicar de Jesús. Veremos más adelante que, incluso, existen numerosos testimonios de fuera del cristianismo que confirman la antigüedad de esta fe.

Los judíos del primer siglo eran escrupulosamente monoteístas, manteniendo esta fe incluso en medio de una cultura greco-romana politeísta. Al menos dos veces al día, todos los judíos fieles recitaban el “Shemá”: “Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor” (Dt 6,4). Los primeros cristianos, asumiendo su condición de antiguos judíos practicantes, abrazaron estas mismas convicciones monoteístas.

A pesar de este celo en defensa del monoteísmo, en el NT Jesús fue tratado como divino. Además de los pasajes donde se indica implícitamente la divinidad de Jesús (perdonar los pecados y volver a legislar sobre la Ley mosaica, o su declaración como Hijo de Hombre, etc.), hay textos donde esta declaración es explícita. En un medio radicalmente monoteísta, estos pasajes resultan particularmente sorprendentes.

Adelantemos algunos pocos ejemplos tomados de cada uno de los Evangelios, para desarrollar a continuación en mayor detalle estos testimonios:

Los autores bíblicos frecuentemente usan una técnica literaria conocida como “inclusio” para enfatizar temas importantes. A fin de enmarcar un párrafo, capítulo o libro, lo comienzan y finalizan con la misma palabra, frase o concepto. Los cuatro evangelios hacen uso de esta técnica.

El Evangelio de Marcos inicia con la frase “comienzo del evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios” (1,1) y culmina con la confesión del centurión: “¡Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!” (15,39). Esta inclusio indica que debe leerse este Evangelio a la luz de la fe en Jesús como Hijo único de Dios.

El Evangelio de Lucas fue escrito posiblemente a mediados de los años 70 u 80, poco después que se redactara el de Marcos. Y, como Marcos, Lucas enfatiza la identidad de Jesús como el único Hijo de Dios. También Lucas usa la inclusio Hijo de Dios”. En 1,35, el ángel declara a la Virgen María: “…el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios”. Esta inclusio se cierra con la pregunta de los acusadores de Jesús en su juicio: “«¿Entonces eres el Hijo de Dios?». Jesús respondió: «Tienen razón, yo lo soy»” (22,70).

El Evangelio de Mateo (redactado en una fecha próxima al de Lucas) comienza anunciando que el nombre de Jesús significa “Dios con nosotros” (1,23) y concluye con una promesa dirigida a todos los discípulos de Jesús a lo largo de la historia: “…yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (28,20).

El Evangelio de Juan (entre los años 90-100) declara que Jesús es la Persona divina del Hijo desde el comienzo mismo: “En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios” (1,1-3). Y, cerca del final del Evangelio, Tomás exclama ante Jesús Resucitado “¡Señor mío y Dios mío!” (20,28).

La proclamación de la divinidad de Jesús en los autores sagrados y Padres[19]

Podría argumentarse que los Evangelios son producciones relativamente tardías y que carecen de la necesaria cercanía histórica respecto de los sucesos de la Pascua. Sin embargo, amén del hecho de que los Evangelios recogen tradiciones orales mucho más tempranas, existen otros escritos aún más antiguos del NT. Veamos qué dicen estas obras acerca de la identidad de Jesús.

a) El Apóstol Pablo

Pablo no fue uno de los doce discípulos ni conoció a Jesús en su vida pública; antes bien, fue un fariseo que persiguió a la Iglesia (Fil 3,56), “respirando amenazas de muerte” contra ella (Hch 9,1). Como discípulo del gran rabino Gamaliel (Hch 22,3), Pablo conocía las Escrituras, y, por ende, la maldición deuteronómica: “...el que está colgado de un árbol es una maldición de Dios” (Dt 21,23); esta condenación se aplicaba de un modo evidente a la ejecución de Jesús.

Hacia el año 36, yendo camino a Damasco para perseguir a los miembros de la “nueva secta”, Pablo tuvo un encuentro con Cristo Resucitado: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9,4). A la pregunta de Pablo acerca de la identidad de esa voz, aquél responde: “¡Yo soy Jesús a quien tú persigues!” (v. 5). En adelante, él no podrá negar esa vívida experiencia, y comienza a escribir sus Cartas al inicio de los años 50 proclamando el señorío de Jesús. Pero aquel texto del Deuteronomio le incitó un conflicto interno que quedó plasmado en su Carta a los Gálatas: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley al convertirse en una maldición para nosotros (porque está escrito, «Maldito es todo el que se cuelga de un árbol»)” (Gal 3,13).

En su Carta a los Romanos tenemos una adscripción explícita del título “Señor” a Jesús: “Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado” (10,9). El Apóstol de los Gentiles trae a colación al profeta Joel para apoyar su afirmación (Jl 2,32) “Ya que todo el que invoque el nombre del Señor se salvará” (Rom 10,13). Para Joel, el “Señor” es Yahvé, por lo que Pablo equipara a Jesucristo con el mismo Dios.

En su Carta a los Filipenses, Pablo incluye un antiguo himno que proclamaba que Jesús es “el Señor”, igual a Dios. Jesucristo existió en la forma de Dios, pero “él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2,6-11).

Cristo existió en “la forma de Dios” pero tomó “la forma de un esclavo”. Pablo establece un contraste en Jesús entre sus modos de existencia celestial (en la “forma de Dios”) y terrenal (en la “forma de un esclavo”). El himno termina proclamando que esta “kénosis” (abajamiento) culmina en la exaltación del Padre a fin de que “al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor»” (Fil 2,10-11).

Considerando la exhortación del Éxodo: “No te postrarás (ante ninguna imagen), ni les rendirás culto, porque yo soy el Señor, tu Dios...” (Ex 20,4-5) y la de Isaías: “...Ante mí se doblará toda rodilla, toda lengua jurará por mí” (Is 45,23), queda claro que este himno otorga a Jesús el mismo tipo de adoración que el AT reserva a Dios mismo. A Cristo se le debe, pues, una adoración universal.

Otro pasaje significativo es la Carta a los Colosenses (Col 1,15-20), que probablemente sea otro himno antiguo. Pablo[20] enfatiza aquí el papel de Cristo como Creador. Él es la imagen del Dios invisible y primogénito de todo el cosmos: “...porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra” (v. 16). El AT también destacaba que Dios es el único Creador del universo (Gen 1,1-31).

Podrían mencionarse otros varios pasajes de las cartas de Pablo, pero las citas que hemos examinado son suficientes para mostrar que el apóstol abrazó consciente e intencionalmente la divinidad de Cristo.

b) La Carta a los Hebreos

Al igual que Pablo en Colosenses, la Carta a los Hebreos habla de Cristo como Creador y Sustentador de todas las cosas: Él es por medio de quién Dios creó el mundo (Heb 1,2). El autor incluso identifica explícitamente a Cristo con Dios: el Padre le dice a su Hijo “Tu trono, Dios, permanece para siempre” (v. 8). Y más adelante: “Tú, Señor, al principio fundaste la tierra, y el cielo es obra de tus manos” (v. 10), citando al Salmo 102,25.

c) El libro del Apocalipsis

Escrito a más tardar en el año 96, el libro del Apocalipsis también le tributa una adoración universal de Cristo: “Al que está sentado en el trono y al Cordero ¡sean alabanza, honor, gloria y poder de la eternidad por los siglos de los siglos!” (5,13-14). Así como Fil 2,10, este pasaje alude también a Ex 20,4. El libro no considera la adoración a Cristo como una violación de este mandamiento, puesto que también considera Dios a Jesús.

Podrían citarse pasajes similares en las Cartas de Pedro o de Juan, pero como son documentos que fueron redactados igualmente a finales del siglo I, los obviaremos para una mayor concisión. El punto fundamental ha sido señalar que resulta absurda y sin fundamentos la hipótesis de que la divinidad de Jesús fue fraguada 300 años después de su muerte.

El monoteísmo del NT

A pesar de estas explícitas equiparaciones de Jesús con Dios, el NT mantiene, simultáneamente, la estricta observancia de rendir culto sólo a Yahvé.

Cuando Satanás tienta a Jesús en el desierto de Judea, ofreciéndole los reinos del mundo si lo sólo adora a él, Jesús le responde citando a Dt 6,13: “Adorarás al Señor tu Dios y lo servirás sólo a él” (Mt 4,10).

Cuando Pablo sana a un rengo, las multitudes gritan “¡Los dioses han descendido a nosotros en forma humana!” (Hch 14,11-12). Los apóstoles Bernabé y Pablo reaccionan rasgando sus vestiduras y gritando a la multitud: “Hombres, ¿por qué hacen estas cosas? ¡Nosotros también somos hombres, con una naturaleza humana como ustedes!” (Hch 14,14-15a).

Juan narra en Apocalipsis su intento por adorar a un ángel: “Entonces yo caí a sus pies para adorarlo, pero él me advirtió: '¡Cuidado! No lo hagas, porque yo soy tu compañero de servicio (...) ¡Es a Dios a quien debes adorar!' ” (Ap 19,10).

Ante éstos y otros variados casos de evidente apego al monoteísmo, sorprende comprobar, a la par, la inequívoca fe en la divinidad de Jesús de estos mismos redactores sagrados. Insistimos que, dadas sus firmes convicciones religiosas judías, se trata de una fe que sólo puede explicarse mediante el acontecimiento real de la resurrección de Jesús.

La divinidad de Jesús luego del NT[21] 

a) Fuentes paganas

A pesar de que Jesús tuvo una breve vida pública, hay referencias a él en una variedad de fuentes antiguas romanas y judías. Resulta notable encontrar estas declaraciones sobre Jesús por parte de escritores no cristianos, que no habrían debido reparar en un nazareno que fundó una religión abrazada por los estratos más bajos de la sociedad. Pero sucede que el surgimiento del cristianismo fue rápido y generalizado.

Luciano de Samosata (†189) fue un satírico griego que en 170 criticó a los cristianos por adorar a un “un sofista crucificado”.

Celso († fines del siglo II) fue un filósofo que escribió en el año 177 un tratado donde se mofó de los cristianos, por adorar a un hombre como Dios. Celso, que era monoteísta, no veía cómo la nueva religión podía reverenciar a Jesús como Dios sin caer en el politeísmo.

Plinio el Joven (†112), gobernador de Bitinia (Asia Menor), en una carta escrita cerca de la fecha de su muerte, informó a Trajano acerca de su conocimiento del “miserable culto” practicado por los cristianos: “Se reunían regularmente antes del amanecer (...) para cantar versos en honor de Cristo como si fuera un dios”.

Porfirio (†305), un filósofo neoplatónico, en su obra “Contra los cristianos” afirmó que la Iglesia pervirtió el mensaje de Jesús, argumentando que éste enseñó a los hombres a adorar al único Dios verdadero, pero que sus apóstoles corrompieron su mensaje al enseñarles a los hombres a adorarlo a él como a Dios.

Más allá de estos rechazos, los escritos de Luciano, Celso, Plinio y Porfirio constituyen una confirmación independiente de que la divinidad de Jesús fue el corazón de la primera confesión cristiana. Antes de la llegada de Constantino y en medio de cruentas persecuciones, esta fe se convirtió en una cuestión de vida o muerte; pero los discípulos no renegaron de ella, aun a costa del martirio.

b) El testimonio de los Padres Apostólicos

Los apóstoles ocuparon un lugar especial en la Iglesia, pues fueron testigos presenciales de la persona y obra de Jesucristo. En efecto, la Iglesia “fue edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, con Cristo mismo como la piedra angular” (Ef 2,20).

Los Padres Apostólicos (desde fines del siglo I hasta la primera mitad del siglo II) habían conocido a los apóstoles o a aquellos que habían aprendido directamente de ellos. Entre los numerosos testimonios que ellos difundieron acerca de la divinidad de Cristo, podemos citar:

San Clemente de Roma († finales del siglo I) habló de Jesús como existiendo en el mismo plano de Dios: “Porque como Dios vive, el Señor Jesús y el Espíritu Santo viven”[22].

• El autor anónimo de la Epístola de Bernabé (una carta posiblemente pseudo-epigráfica pero ortodoxa, escrita hacia inicios del siglo II) proclamó que Cristo preexiste, compartiendo el acto de creación con el Padre. Jesús, además, es “Señor de todo el Cosmos”.

San Ignacio de Antioquía († entre 107 y 110) escribió siete cartas a varias Iglesias en Asia Menor mientras se dirigía a su martirio en Roma. En ellas, habló de Cristo como quien “antes de todos los tiempos estaba con el Padre”[23]; es “la mente del Padre”[24] y puede llamarse “Dios nuestro”[25]. Cristo era “Dios [que] se reveló en forma humana”[26]. Cabe destacar que, a la par, este santo se opuso frontalmente al docetismo y advirtió a los cristianos que rechazaran que alguien blasfemara al confesar que Cristo no estaba “vestido de carne”[27].

En verdad, los debates del siglo II se centraron más en la naturaleza terrenal de Cristo que la divina. Éstos y otros alegatos nos muestran con nitidez que la divinidad de Jesús era aceptada sin conflictos.

b) El testimonio de los Padres Apologistas

Si los Padres Apostólicos afirmaron a la vez la divinidad y la humanidad de Cristo sin mayores especulaciones, cuando, hacia la mitad de siglo II, comenzaron a surgir ataques generalizados a la fe desde dentro y fuera de la Iglesia, los llamados Padres Apologistas se propusieron resguardar el mensaje del Evangelio.

San Justino Mártir (†165) defendió vigorosamente la divinidad de Cristo y su preexistencia, presentando pruebas del mismo AT. Distinguió entre el Padre y el Hijo, sosteniendo a la vez la divinidad verdadera y eterna de ambos[28].

San Ireneo (†200), obispo de Lyon, discípulo de Policarpo[29], afirmó la divinidad de Cristo: “el Padre es Dios y el Hijo es Dios”[30] y “Palabra hecha hombre”[31].

• San Hipólito (†236), discípulo de Ireneo, daba por sentado que la Encarnación implicaba la unión de la verdadera divinidad y la verdadera humanidad de Cristo[32].

• Tertuliano (†225), describió la unión eterna del Cristo con Dios Padre: cuando la Palabra dice: “Yo estoy en el Padre”, está siempre con Dios. Nunca se separó del Padre, ya que el Hijo afirma: “El Padre y Yo somos uno”[33].

Cuando se trataba de la divinidad de Cristo, los escritos de los apologistas orientales estaban esencialmente en armonía con los de sus hermanos occidentales:

San Clemente de Alejandría (†220) insistió en que “la Palabra misma vino del cielo”[34] y que sólo Jesús es “tanto Dios como hombre”[35].

Orígenes (†254) remarcó que el Hijo es engendrado, no creado, por el Padre y desde la eternidad “como el brillo que produce el Sol”[36].

En suma, cuando el siglo III concluía, había consenso para considerar a Cristo tanto verdadero Dios como verdadero hombre. Debe recalcarse que el Concilio de Nicea, fuente predilecta de las teorías conspirativas de Dan Brown sobre la divinización de Jesús, tendría lugar recién a comienzos del siglo IV.

c) El Concilio de Nicea[37]

La Iglesia asumió todos estos testimonios, arraigados en la propia predicación de Jesús. Según la fe católica, gracias a la asistencia del Espíritu Santo, los padres conciliares fueron discerniendo la identidad de Jesucristo: es una Persona divina que ha asumido, sin anularla ni aislarla, una naturaleza humana íntegra. Es lo que, de un modo complementario y sucesivo, fueron declarando los Concilios Ecuménicos de los siglos IV y V.

A comienzos del siglo IV, Arrio (†336), un miembro del alto clero de la Iglesia en Alejandría, se mostró en desacuerdo con Alejandro (†326), arzobispo de esta ciudad, acerca del modo de describir la divinidad de Jesús. Éste proclamaba sin ambages que Cristo compartía todos los atributos divinos del Padre. Arrio, en contraste, si bien admitía que Jesús existía antes de la creación y que desempeñó un papel en la creación, afirmaba que él era sólo una creatura. El Padre había creado al Hijo de la nada; Jesús era divino sólo en un sentido menor.

Ante la postura de Arrio, Alejandro sostuvo que Jesús debía ser plenamente divino o no era divino en absoluto: si la divinidad de Jesús fuese negada, todas las verdades cristianas esenciales (especialmente aquellas relacionadas con la salvación), caerían en un efecto dominó. Alejandro reunió en 318 a un centenar de obispos y excomulgó a Arrio. Éste se retiró a Nicomedia (Turquía), reunió a sus adeptos y su poder comenzó a crecer. Su patrocinador más fuerte fue Eusebio de Nicomedia, un teólogo de la corte imperial. Poco después, una multitud de consignas arrianas cubrieron paredes y plazas públicas, y la violencia se extendió en las calles.

Constantino, deseoso de conservar la unidad del Imperio, convocó en el año 325 a todos sus obispos al primer Concilio Ecuménico en la historia de la Iglesia: el Concilio de Nicea. Los obispos, acostumbrados a la persecución romana, deseaban custodiar celosamente la tradición apostólica. En cambio, Constantino, ansioso por mantener la paz, quería adoptar una solución que agrupara al mayor número de obispos, sin importar cuál fuese ésta.

El Concilio de Nicea fue el primer Concilio Ecuménico de la historia. Los obispos se reunieron en la ciudad de Nicea el 20 de mayo de 325, antigua ciudad de Asia menor, luego de cesar las persecuciones con el Edicto de Milán, promulgado por Constantino en el 313. Ya la mayoría de los cristianos había estado confesando la divinidad de Jesús durante casi tres siglos. Sólo quien desconoce la historia puede afirmar que esta divinidad fue tramada por Nicea o Constantino. Pero si la divinidad de Jesús había sido un pilar de la fe cristiana durante tanto tiempo, ¿cuál fue el sentido de las deliberaciones en este Concilio?

 

Eusebio de Nicomedia presentó la posición de Arrio en términos taxativos, afirmando que el Hijo no era de ninguna manera igual al Padre, sino una creatura finita. La mayoría de los obispos se indignó y preparó una declaración oficial contra el arrianismo, remarcando que éste no concordaba con la fe la Iglesia. Se redactó asimismo un Credo que dejaba en claro la “consustancialidad” del Padre y del Hijo. La cuestión candente aún por discernir era cómo Jesús era divino.

El Obispo Osio de Córdoba (†359) propuso una solución para unificar criterios: el Hijo era de la “misma sustancia” (homoousios) que el Padre. Pero los arrianos no admitieron esta fórmula, alegando que sugería que el Padre y el Hijo eran la misma persona (herejía conocida como “sabelianismo”). Así, sugirieron insertar la letra iota, cambiando “mismo” (homo) por “como” (homoi). Pero sus oponentes argumentaron que no se hacía justicia a la igualdad esencial de Cristo con Dios. Entre ellos, en especial, se destacó San Atanasio, sucesor de Alejandro. Éste tuvo que soportar eventualmente el exilio cuando el arrianismo fue reivindicado en 328 con el aval de Constantino.

La Iglesia tuvo que transitar aún más de un siglo de debates y disputas para discernir la identidad de su fe sobre la naturaleza de Cristo y de Dios Trino. Esta madurez fue alcanzada, al cabo, gracias a las subsiguientes definiciones de los Concilios Ecuménicos de Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451).

-o-

 

La reacción de la Iglesia ante el arrianismo es una prueba más de que, antes del Concilio de Nicea, la gran mayoría de los Obispos profesaba la fe en la divinidad de Cristo. Era una convicción que los Padres Apostólicos y Apologistas habían defendido, y que, a comienzos del siglo IV, asumieron especialmente Alejandro y su discípulo Atanasio. Esta fe provenía en sus mismas raíces de lo que el propio Jesús había testimoniado sobre sí mismo. Ni siquiera Arrio, aun cuando expresó la identidad de Cristo en términos que no resultaban acordes al mensaje del NT, se atrevió a negar el carácter único y trascendente de Cristo.

 

Están cabalmente acreditadas como históricas

tanto las afirmaciones de Jesús sobre su propio mesianismo y divinidad

como la temprana fe en él por parte de sus discípulos.

 

 

[1] Komoszewski, J., Sawyer. M. y Wallace, D., Op. Cit., Caps. 12 – 18.

[2] Es profesor en el Trinity Evangelical Divinity School, autor de dieciocho libros, entre otros una serie de varios volúmenes: “Answering Jewish Objections to Jesus”, Michigan 2000-2007.

[3] Strobel, L., El caso del Jesús verdadero, p. 194-223.

[4] Strobel, L., Op. Cit., p. 201-223.

[5] Ibid., p. 215s.

[6] Se trata de una profecía dirigida a la casa de David en su conjunto, más allá de las generaciones de ese momento. Precisamente, Mateo la leyó en el contexto más amplio de Isaías 7 – 11: en Isaías 7, el Mesías está a punto de nacer; en Isaías 9, ya ha nacido y se le declara “Dios fuerte”, un rey divino; y en Isaías 11 gobierna y reina en el poder sobrenatural del Espíritu.

[7] En Joel (1,8) se afirma que una “betulah” llora al marido de su juventud.

[8] Este listado está basado en un texto del apologista católico José Prado.

[9] https://www.youtube.com/watch?v=vofSug3iKiU (con subtítulos en inglés).

[10] Craig, W., Op. Cit., pos 74%s. Véase un resumen de la comprensión de Cristo sobre sí mismo en el video “Who Did Jesus Think He Was?” producido en el sitio “Reasonable Faith” de William Lane Craig: https://www.youtube.com/watch?v=sSQDov6NNp0.

[11] Lewis nos señala que hemos oído esta afirmación de Jesús tantas veces que omitimos su escandalosa naturaleza: "...a menos que el que hable sea Dios, esto resulta tan absurdo que raya en lo cómico. Todos podemos comprender el que un hombre perdone ofensas que le han sido infligidas. Tú me pisas y yo te perdono, tú me robas el dinero y yo te perdono. ¿Pero qué hemos de pensar de un hombre, a quien nadie ha pisado, a quien nadie ha robado nada, que anuncia que él te perdona por haber pisado a otro hombre o haberle robado a otro hombre su dinero? Necia fatuidad es la descripción más benévola que podríamos hacer de su conducta. Y sin embargo esto es lo que hizo Jesús. Les dijo a las gentes que sus pecados eran perdonados, y no esperó a consultar a quienes esos pecados habían, sin duda, perjudicado” (Lewis, C. S., Mero Cristianismo, p. 39).

[12] Craig, W., Op. Cit., pos 69%s.

[13] Strobel, L., Op. Cit., p. 198.

[14] Jesús significa “Dios salva” (“Le pondrás por nombre Jesús porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”, Mt 1,21); los primeros discípulos lo integraron con “Cristo”, con referencia a su misión mesiánica de “Ungido” (Cristo) de Dios, para así formar su “nombre propio”.

[15] Ibid., p. 39.

[16] Ibid. p. 39-40.

[17] Es profesor de Lengua, Literatura, y Teología del Nuevo Testamento en la Universidad de Edimburgo.

[18] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit., p. 62-66.

[19] Komoszewski, J., Sawyer, M. y Wallace, D., Op. Cit., Cap. 13.

[20] Existe un debate entre los exégetas sobre la autoría paulina de esta Carta.

[21] Komoszewski, J., Sawyer, M. y Wallace, D., Op. Cit., Cap. 14.

[22] 2ª Carta de Clemente, 1.1.

[23] Carta a los Magnesios, 6.1.

[24] Carta a los Efesios, 3.2.

[25] Ibid., 18.2.

[26] Ibid., 19.3.

[27] Carta a los Esmirnios, 5.2.

[28] Diálogo con Trifón, 63.

[29] Quien, a su vez, fue discípulo del Apóstol Juan.

[30] Pruebas de la Predicación Apostólica, Cap. 47.

[31] Contra los Herejes, 3.

[32] Refutación de todas las herejías, 15.

[33] Contra Praxeas, 8.

[34] Exhortación a los paganos, 11.

[35] Ibid, 1.

[36] Acerca de los Principios, 1.2.4.

[37] Komoszewski, J., Sawyer, M. y Wallace, D., Op. Cit., Cap. 15.

5) Originalidad de la fe cristiana ante los antiguos relatos míticos

En la tarea de “desmitologizar” la figura de Jesús, hay críticos que pretenden comparar su vida con la de antiguas deidades paganas. La acusación de “mito” hacia los textos del NT, es según Kreeft y Tacelli “con mucho, la razón intelectual más extendida por la cual los cristianos en el siglo XX han perdido su fe. Por cada uno que piensa que el problema del mal o el progreso de la ciencia han refutado la religión, hay diez que piensan que la erudición textual, el «método histórico-crítico» y la «crítica superior» lo han hecho al reducir los textos del Nuevo Testamento a mito”. Fueron los biblistas quienes realizaron el milagro de “cambiar el vino en agua, la fe en mito”[1].

Por su parte, sitios en la Red, ávidos de teorías conspirativas, citan como “pruebasdocumentales sensacionalistas como “Zeitgeist” (2007) y “Religulous” (2008) o el libro de Timothy Freke y Peter Gandy “The Laughing Jesus” (2005), que reportan una multitud de supuestos paralelismos entre Jesús y estos personajes mitológicos. Esta tendencia constituye una auténtica “paralelomanía” (tal como la denominan los autores de “Reinventing Jesus”), pues acomete la tarea de “desenmascarar” al cristianismo, rastreando aparentes similitudes entre éste y las religiones antiguas. La corriente en cuestión culmina estas exploraciones denunciando un “plagio” por parte de los primeros cristianos. Sin embargo, afirman, los datos históricos refutan la hipótesis del mito…

1. “Paralelomanía”: los supuestos vínculos entre el cristianismo y el paganismo[2]

La fe cristiana descansa en la persona de Jesucristo como real e histórica; no se puede ser cristiano sin abrazar esta historicidad. Pero, según estas conjeturas, la Encarnación, el nacimiento virginal y la resurrección serían sólo ideas heredadas de antiguos mitos: algunos afirman haber encontrado estos elementos en religiones paganas anteriores al cristianismo. Concluyen así que la historia de Jesús puede considerarse la versión judía de una leyenda pagana.

Se citan ejemplos de aparentes correspondencias en cuanto al nacimiento virginal, pasión y resurrección de Jesús: por ejemplo, el dios egipcio Horus habría nacido de una virgen el 25 de diciembre, habría tenido doce discípulos y, luego de llevar a cabo algunos milagros, habría sido crucificado para luego resucitar. Se señalan asimismo similitudes respecto de otras figuras míticas como Osiris, padre del anterior, el persa Mitra, el griego Dionisio, el hindú Krishna y el sumerio-babilónico Tammuz.

La idea de que el cristianismo “robó” su contenido básico de las religiones paganas tiene sus raíces en la llamada “Escuela de la historia de las religiones”, que se desarrolló en la segunda mitad del siglo XIX. Pero, a mediados del siglo XX, este punto de vista estaba ya desacreditado incluso por estudiosos no creyentes. Sin embargo, la acusación resurgió en años recientes por la difusión de las mencionadas teorías conspirativas.

 

Una de las ilustraciones

de los supuestos paralelismos

“denunciados” en la Red 

 

Éstas son las cinco asunciones básicas en que se fundamentan los autores que denuncian los presuntos paralelismos:

1) Las correspondencias pueden encontrarse en cualquier religión mistérica[3].

2) Los términos usados para el mensaje cristiano se adaptan naturalmente al de estas religiones paganas.

3) Los paralelos indican una dependencia masiva.

4) Hubo religiones mistéricas completamente desarrolladas antes del surgimiento del cristianismo.

5) El propósito y la naturaleza de los eventos clave son los mismos en cada una de estas religiones.

Todas estas afirmaciones son falaces. Veamos cuáles son los sofismas en que las mismas caen:

a) La falacia de la composición

Ésta consiste en suponer que las religiones paganas se agrupan como si fueran una única religión, virtualmente idéntica al cristianismo en sus características más importantes. Al combinar los rasgos de varias religiones mistéricas, emerge así una imagen falsamente unificada, con fuertes paralelismos con el Evangelio. Pero esta religión unificada es artificial, una fabricación de la imaginación del escritor moderno.

Albert Schweitzer afirmaba que “casi todos los escritos populares caen en este tipo de inexactitud. Fabrican a partir de los diversos fragmentos de información una especie de religión mistérica universal que nunca existió realmente”[4].

b) La falacia terminológica

Ronald Nash[5] ha puesto su empeño en refutar la teoría de que el cristianismo ha tomado prestados elementos de religiones paganas mistéricas. Asegura Nash que la suposición de que hay misterios precristianos que hablaron expresamente de “renacimientono está respaldada ni siquiera por un solo texto[6]. Cuando se asegura que las religiones mistéricas enseñaron una versión de un dios “muerto y resucitado”, se está empleando un vocabulario cristiano para describir a las mismas, redefiniendo los términos para postular lo que se quiere demostrar.

Nash agrega irónicamente que es notable comprobar cómo hay académicos que usan terminología cristiana para describir las creencias y prácticas paganas y luego se sorprenden ante los paralelos que creen haber descubierto.

c) La falacia de la dependencia

Cuando la Escuela de la historia de las religiones acusó al cristianismo de plagio, arguyó en particular una dependencia fuerte de su contenido fundamental respecto de las religiones mistéricas helenísticas. Así, Pablo y los demás discípulos habrían creído que Cristo era un Dios-hombre resucitado que hizo un sacrificio expiatorio por los pecados del mundo, porque tales nociones ya eran parte de las ideas helenísticas.

Pero esta práctica sincrética (que procura fusionar artificialmente entre sí doctrinas disímiles) era aborrecida por el judaísmo y, consecuentemente, también por el cristianismo. Juan instruyó a sus lectores: “Hijitos míos, cuídense de los ídolos” (1Jn 5,21), y Pablo elogió a la Iglesia de Tesalónica porque se había “apartado de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Tes 1,9). Incluso Pablo, al dirigirse a los filósofos griegos en Atenas, no adaptó su mensaje al politeísmo. Identificó a Dios como el único Dios, e instó a los griegos a arrepentirse de sus prácticas politeístas (Hch 17,23-31).

Sin embargo, puede hablarse propiamente de una dependencia débil: los seguidores de Jesús usaron cierta terminología religiosa conocida en esa época, a fin de narrar el Evangelio de una manera comprensible para la mentalidad griega. Es imposible no hallar este vínculo específico entre las diferentes religiones, pues estos conceptos en común suelen referir necesidades y deseos humanos universales, tales como la identificación con la divinidad, la pertenencia a una comunidad, la práctica de un código ético y la esperanza de supervivencia después de la muerte. Obviamente, estas afinidades se arraigan en la misma naturaleza humana compartida y no implican necesariamente una dependencia. La investigación del historiador Robin Lane Fox de la Universidad de Oxford lo llevó a concluir que sólo hay “una conexión marginal y débil entre el paganismo y el cristianismo”[7].

Asimismo, hay que tener en cuenta el lenguaje adaptativo de los primeros cristianos, tanto por motivos misioneros como por el deseo de que el Evangelio sea recibido por la cultura griega. El apóstol Pablo se ajusta al primer modelo (por ejemplo, en su discurso en Atenas: Hch 17); San Justino Mártir, al segundo.

Justino, en efecto, intentó mediar entre los mundos griego y cristiano. Defiende el nacimiento virginal, apelando a lo que ya se acepta de Perseo. Según J. Gresham Machen “las historias paganas del engendramiento divino es un argumento «ad hominem»: si considera increíble el nacimiento virginal de Cristo, acaso ¿lo es más que las historias que ustedes mismos creen?”[8].

d) La falacia cronológica

Para desenmascarar mejor esta falacia, conviene señalar tres períodos diferentes en cuanto a la relación del cristianismo y las religiones mistéricas, que los investigadores poco rigurosos confunden entre sí:

1° período (años 1-200): no hay evidencia arqueológica de religiones mistéricas en Palestina a comienzos del siglo I, ni tampoco de un sincretismo en el cristianismo primitivo. En contraste, las religiones mistéricas desde el principio sí mostraron tendencias sincréticas. Durante este período fue el cristianismo quien influyó en las religiones mistéricas, no al revés. Una vez que se difundió el cristianismo, muchos cultos mistéricos gradualmente adoptaron ideas cristianas para que sus divinidades se percibieran como semejantes a Jesús.

2° período (años 201-300): los cultos de los misterios adquirieron formas más definidas a medida que competían con el cristianismo. Pero los mismos carecían de estas características antes del surgimiento de la fe cristiana. Hay divulgadores que, tomando las prácticas mistéricas del siglo III, extrapolaron retroactivamente, formulando hipótesis sin fundamento acerca de la naturaleza temprana de esos cultos.

3er período (años 301-500): a partir del siglo IV, el cristianismo comenzó a adoptar algunos elementos de la terminología y los modos de los cultos mistéricos. Los paralelos que usan algunos autores escépticos provienen principalmente de estas formas posteriores de la fe cristiana.

Es común la acusación de que los cristianos tomaron el 25 de diciembre de las religiones mistéricas para la celebración del nacimiento de Jesús. Por lo pronto, tal supuesto “préstamo” no tiene nada que ver con el núcleo de la doctrina cristiana. Pero, además, hay un detalle fundamental: el emperador pagano Aureliano instituyó en el 274 tal fecha como la fiesta del Sol Invicto; pero ya en el 221 el escritor cristiano Sexto Julio Africano, en el contexto del empeño de múltiples indagaciones de cristianos en pos de hallar la fecha exacta del nacimiento de Cristo, indicaba en sus “Chronographiai” al 25 de marzo como día de la Encarnación de Jesús, y, por añadidura, el 25 de diciembre la fecha de su nacimiento[9].

e) La falacia de la intencionalidad similar

Comprobamos que cuando se examinan las religiones mistéricas contrastándolas con el cristianismo, surgen enormes diferencias. Pero éstas no sólo aparecen en los recurridos temas de la Encarnación y la Pascua, sino también respecto de la visión de la historia. En efecto, las religiones mistéricas, influidas por las concepciones cíclicas de la naturaleza (estaciones, día y noche, períodos agrícolas) consideraban la existencia como un movimiento circular sin meta ni sentido; por ende, no podía caber la expectativa de una novedad futura. Desde el mismo comienzo de la revelación divina, cuando el Señor le promete a Abraham tierra y descendencia si se pone en marcha hacia un territorio desconocido (Gen 12,1-2.7), la historia judeocristiana profesa, en contraste, una esperanza en el advenimiento de una plenitud al final de la historia, cuando acontezca el Día de Yahvé, o, en clave concretamente cristiana, la Parusía.

Respecto de los paralelismos míticos, Edwin Yamauchi[10], asegura que el contraste con Jesús no podía ser más absoluto: “Todos estos mitos son repetitivos, representaciones simbólicas de la muerte y renacimiento de la vegetación. No se trata de personajes históricos, y ninguna de sus muertes tenía un objetivo salvífico”[11].

Algunos ejemplos concretos

Escapa a la brevedad de esta obra tratar puntualmente cada uno de los casos denunciados como presuntos plagios de diferentes dioses y héroes míticos. Veremos algunos ejemplos agrupados en torno a los característicos tópicos del nacimiento virginal y la resurrección de Cristo:

(1). ¿Es el nacimiento virginal único en el cristianismo?[12]

Los escépticos señalan historias de nacimientos virginales de dioses paganos (Horus, Atis), héroes grecorromanos (Perseo, Heracles, Rómulo), semidioses (Dionisio), reyes (Alejandro Magno) y Faraones en general, como una prueba más de que los mitos paganos fueron la fuente de la fe en el nacimiento virginal de Cristo.

No obstante, un examen serio muestra que en ningún caso existen paralelos reales con los relatos bíblicos del nacimiento de Jesús. El deseo físico de los dioses por las mujeres mortales es el centro de estas historias; además, son relatos de divinidades masculinas tomando forma física (a veces humana) e impregnando a una mujer a través del contacto carnal. J. Gresham Machen en su “The Virgin Birth of Christ” destaca estos puntos principales respecto de los nacimientos virginales de dioses paganos:

Algunos autores aseguran que Horus habría nacido de “una madre virgen”, pero el relato no guarda similitudes con el relato evangélico: la versión más común de los mitógrafos refiere que, cuando asesinaron a Osiris y cortaron su cuerpo en catorce pedazos, su esposa Isis viajó por todo Egipto recogiéndolos. Ella fue capaz de encontrar todas las piezas, excepto sus genitales, que habían sido devorados por un bagre en el fondo del Nilo. Isis entonces formó un falo protésico, y así fue concebido Horus.

En contraste, las narraciones de Mt 1,18-20 y Lc 1,26-35, el Espíritu Santo fecunda a María sin amor carnal ni contacto sexual y en vista de la misión mesiánica de Jesús. Aun cuando los escépticos no crean en la veracidad de la concepción virginal misma, no pueden sin más tacharlo de mera leyenda. La procedencia del relato se basa en fuentes tempranas y en personas históricas: la tradición del nacimiento virginal surgió sólo unas pocas décadas después de la muerte de Jesús, cuando su familia todavía vivía para poder desmentirla. Más, aún, el origen principal del relato debió ser María misma.

Si bien tradiciones literarias del Pentateuco como la “yahvista” aluden a Dios de modo antropomórfico, tales descripciones son metáforas que no han de entenderse textualmente; el contexto es el género mítico, estilo que se extiende de los capítulos 1 a 11 del libro del Génesis. A lo largo de las Escrituras, se insiste en que Él es radicalmente distinto de los hombres; en contraste, en la mitología egipcia y, en especial, en la griega, el antropomorfismo es literal: los dioses tienen pasiones muy humanas y sienten atracción sexual por las mujeres mortales.

Según el erudito católico Raymond Brown “Ninguna búsqueda de paralelismos nos ha dado una explicación verdaderamente satisfactoria de cómo los primeros cristianos llegaron a la idea de una concepción virginal a menos que, por supuesto, fuese lo que realmente sucedió”[13].

(2). ¿Fue Jesús sólo otro Dios pagano muerto y resucitado?[14]

Según la popular película “Zeitgeist”, Horus fue “crucificado”: se aduce que existen imágenes de Horus de pie con los brazos extendidos. Es con esta débil semejanza que se pretende establecer un paralelismo serio. Además, la crucifixión fue una invención romana, sin equivalente egipcio. Por último, a Horus también se lo representa como halcón, nacido de la diosa Isis, después de haber tenido relaciones sexuales con su esposo previamente desmembrado, el dios Osiris.

Tampoco son sólidas las interpretaciones que pretenden ver una resurrección en el mito de Atis, un antiguo dios frigio de la vegetación adorado luego por los griegos. Las tradiciones míticas originarias narran su muerte, pero ninguna registra un renacimiento corpóreo. Según el relato, luego de la muerte de Atis, todo lo que su amante Cibeles pudo lograr es que su cuerpo no se corrompiera.

Respecto de estos supuestos paralelismos de resurrección en los mitos griegos, es significativo el episodio narrado en Hechos, cuya historicidad está validada por el “criterio de la vergüenza”: Lucas no habría inventado una situación tan embarazosa para Pablo[15]: tras llegar a Atenas, el núcleo mismo de la cultura griega, el Apóstol de los Gentiles fue conducido al Areópago, mientras era interpelado: “¿Podemos saber cuál es la doctrina nueva que enseñas? Pues te oímos decir cosas extrañas, y nos gustaría saber qué significan” (Hch 17,18-20). Su discurso concluyó abruptamente cuando iba a revelar abiertamente cuál era el centro de su predicación: “...porque ha fijado el día en el que ha de juzgar a la tierra con justicia por medio del hombre que ha destinado para ello, dando fe ante todos al resucitarle de entre los muertos...”. Cuando oyeron hablar sobre la resurrección, el rechazo fue inmediato: “…unos se burlaron y otros dijeron: «Ya te oiremos sobre esto en otra ocasión»” (v. 31-34).

Esta reacción de los atenienses es elocuente: el Areópago era el foro más relevante para los asuntos de índole religiosa; los areopagitas eran expertos en religiones de esa época, y, por ende, personas habituadas a tratar con todo tipo de credos y no solían oponerse taxativamente a ninguna idea. Sin embargo, al pronunciar Pablo la palabra “resurrección”, interrumpieron su discurso y lo dejaron marchar, considerándolo necio. Si Atenas hubiese sido una cuna de mitos de resurrección, sería inexplicable por qué la idea misma de un hombre resucitado les habría resultado extraña (Hch 17,18-20). Por el contrario, para los griegos, la persona era una yuxtaposición de cuerpo y alma, como dos realidades, a menudo, enfrentadas entre sí. No concebían una realidad postmortal que incluyera también la carne; sólo les resultaba aceptable una supervivencia del alma. Además, aparte de los personajes mitológicos adoptados desde otras culturas, los griegos consideraban a sus dioses del Olimpo inmortales por naturaleza y, por ende, éstos no necesitaban resucitar.

El anuncio de la resurrección fue, precisamente, lo que resultó más difícil de aceptar a los convertidos al cristianismo provenientes de la cultura helena: “...si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos entre ustedes que no hay resurrección de los muertos?” (1 Cor 15,12). Este reproche de Pablo a los cristianos de la ciudad griega de Corinto indica la dificultad que implicaba para ellos esta novedad de un Cristo muerto y resucitado, “locura para los gentiles” según las propias palabras de Pablo (1 Cor 1,23).

El apóstol recuerda el hecho histórico que es fundamento de la fe en el pasaje reiteradamente citado de la 1ª Carta a los Corintios: cómo el Señor Resucitado se apareció ante múltiples testigos “la mayor parte de los cuales vive aún” (15,6). No se trata de un mito, insiste Pablo; la resurrección de Jesús fue verificada por testigos oculares.

Finalmente, aludamos a la hipótesis de una supuesta resurrección de Krishna. Como en los otros casos citados, no consta tal idea en la leyenda original; se trata, antes bien, de un regreso en espíritu de Krishna a su morada etérea. Además, argüir su resurrección contradiría categóricamente el núcleo mismo del hinduismo. De modo aún más radical que los griegos, esta fe postulaba que el mundo material es ilusorio; negaba por completo la resurrección corporal, reivindicando, en cambio, la reencarnación de las almas.

-o-

Recapitulando: los intentos de señalar una resurrección de estas figuras míticas resultan muy endebles: son demasiadas las diferencias a salvar. La concepción de un dios que muere y resucita para llevar a sus fieles a la vida eterna no aparece en ninguna religión precristiana, sea egipcia, persa, hindú o helenística. Consiste, en la mayoría de los casos, en representaciones simbólicas de la muerte y renacimiento, imagen de los ciclos vegetales; otras veces, se narra una evasión del mundo cotidiano por parte del espíritu del protagonista. Pero siempre se trata de eventos sin sentido salvífico, obrados por personajes no históricos. La imagen de la resurrección surgió en ciertos mitos paganos recién a inicios del siglo IV, en virtud de la influencia cristiana.

 

2. La novedad de la resurrección de Cristo

 

Los argumentos en favor de la novedad cristiana de la resurrección se ven reforzados cuando se considera que este anuncio encontró grandes dificultades para su aceptación no sólo por parte de la cultura judía, sino también de la cultura pagana greco-romana del primer siglo[16]:

Aunque la esperanza en una resurrección corporal estaba profundamente arraigada en el pensamiento judío, el concepto estaba vinculado indisolublemente al juicio universal en la consumación de los tiempos (Dan 12,1-2). Una resurrección corporal individual, dentro de la historia y para la Gloria (y, por esto, distinta, por ejemplo, de la reviviscencia de Lázaro, la cual fue un retorno a su vida mortal) habría sido impensable para un judío.

El mundo pagano no creía en la resurrección, sino en la inmortalidad del alma. Hemos ya citado el episodio de Hechos 17, cuando Pablo llegó a Atenas, el centro intelectual de la filosofía y la religión griegas. Allí, predicó a los filósofos en el Areópago (v. 21). Cuando Pablo proclamó la resurrección de Cristo, estos filósofos se burlaron (v. 32), presumiblemente porque tal idea era inaudita. Nadie dijo, por ejemplo, “Ah, sí, se trata de una nueva versión de la historia de Osiris”. Pablo exhortó también a creer en la resurrección a los cristianos de Tesalónica, a diferencia de los paganos que no tienen esperanza (1Tes 4,13-14). Tanto la resurrección corporal de Jesucristo como la futura resurrección corporal de todos los seres humanos era desconocida en las antiguas religiones mistéricas.

Podemos establecer numerosos contrastes entre la muerte y la resurrección de los dioses mistéricos y Cristo:

1) Ninguno de estos “dioses salvadores” murió por los demás. La noción de que el Hijo de Dios muere en lugar de sus creaturas es privativa del cristianismo. Los dioses paganos no tenían la intención de ayudar a los hombres a redimirse.

2) Jesús murió de una vez por todas. La imagen de muertes y renacimientos cíclicos de los dioses mistéricos simbolizaba los períodos de la naturaleza. Los judíos conocían estas deidades estacionales (Ez 37,1s) y las aborrecían. Además, hay una radical diferencia entre la idea mítica de un renacer cíclico y la resurrección de Jesús para la Vida Eterna.

3) La muerte de Jesús fue un evento real en la historia, con un tiempo y lugar determinados; en contraste, un drama mítico carece de vínculos históricos y de lugar preciso.

4) A diferencia de los dioses mistéricos, empujados por la fatalidad y el destino, Jesús murió voluntariamente.

5) La muerte de Jesús no fue una derrota, sino un triunfo. Los seguidores de las religiones mistéricas se lamentaban por el terrible destino de sus dioses.

Resulta, pues, evidente que no existe un plagio cristiano de su fe en el nacimiento virginal o la resurrección de Cristo. Los supuestos paralelos entre las religiones anteriores y el cristianismo no son sostenibles ante la comprobación histórica. No existen evidencia arqueológica alguna de resurrección corporal de estos dioses.

Como afirma Rice Brooks en su libro “Dios no está muerto”: “Comparar los escritos del NT con las historias de dioses egipcios, griegos y romanos equivale a comparar un libro de historia alemana con los cuentos de hadas germanos de los hermanos Grimm”[17].

            

Comparar los escritos del NT con las historias de dioses

        egipcios, griegos y romanos equivale a comparar

un libro de historia alemana

        con los cuentos de hadas germanos de los hermanos Grimm” (R. Brooks).

 

[1] Kreeft, P. y Tacelli, R., Op. Cit., p. 83.

[2] Komoszewski, J., Sawyer, M. y Wallace, D., Op. Cit., Cap. 16.

[3] Una religión mistérica se basa en la trasmisión de conocimientos ocultos mediante ciertas prácticas iniciáticas rituales, llamadas “misterios”. Ejemplos son los misterios dionisiacos, órficos, de Eleusis, Adonis, Mitra, Osiris, etc.

[4] Schweitzer, A., Paul and His Interpreters, London, 1912, p. 192.

[5] Apologista y doctor de filosofía de la Universidad de Siracusa.

[6] Nash, R., The Gospel and the Greeks. Did the New Testament Borrow from Pagan Thought?, New Jersey, 2003, p. 167.

[7] Fox, R., Pagans and Christians, New York, 1988, p. 265.

[8] Gresham Machen, J., The Virgin Birth of Christ, London, 1958, p. 330.

[9] Cf. Art. de Tighe, W., “Calculando la Navidad: la auténtica historia del 25 de diciembre” en https://www.forumlibertas.com/hemeroteca/calculando-la-navidad-la-autentica-historia-del-25-de-diciembre.

[10] Experto en Historia Antigua y profesor de la Universidad de Miami.

[11] Strobel, L., Op. Cit., p. 177.

[12] Komoszewski, J., Sawyer, M. y Wallace, D., Op. Cit., Cap. 17.

[13] Brown, R., The Virginal Conception and Bodily Resurrection of Jesus, New York, 1973, p. 65.

[14] Komoszewski, J., Sawyer, M. y Wallace, D., Op. Cit., Cap. 18.

[15] Messori, V., Op. Cit., p.64.

[16] Volveremos con más amplitud a este tema en la siguiente sección.

[17] Brooks, R., Dios no está muerto, Orlando, 2014, p. 151.

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